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Mensaje por Takano Namikaze Miér Abr 24, 2013 8:33 am

Hola...mi nombre es Takano Namikaze...he ingresado a esta prision porque he asesinado... silent Espero no tener que hacerlo de nuevo con alguno de ustedes...Tengo 23 años(no en la realidad) y me encanta el chocolate...odio que las personas hagan drama con sus problemas...y luego ni siquiera escuchen lo que realmente importa...
Soy silencioso, y nervioso!
Es verdad...soy muy nervioso, espantosamente nervioso...siempre lo fui...pero de donde dicen que soy loco? Tras un accidente mi oido se ha agudizado, mas no se ha destruido ni embotado.
Tengo un oido muy fino, ninguno le iguala, he escuchado cosas del cielo y de la tierra, y no pocas del infierno.
ahora veréis con que cordura y que calma os relato la historia.
Me es imposible decir cómo se me ocurrió primeramente la idea; pero una vez concebida, no pude desecharla ni de día ni de noche. No me proponía objeto alguno ni me dejaba llevar de una pasión. Amaba al buen anciano, pues jamás me había hecho daño alguno, ni menos insultado; no envidiaba su oro; pero tenía en sí algo desagradable. ¡Era uno de sus ojos, sí, eso es! Se asemejaba al de un buitre y tenía el color azul pálido.
Cada vez que ese ojo fijaba en mí su mirada, se me helaba la sangre en las venas; y lentamente, por grados, comenzó a germinar en mi cerebro la idea de arrancar la vida al viejo, a fin de librarme para siempre de aquel ojo que tanto me molestaba.Me creéis loco; pero advertid que los locos no razonan. ¡Si hubierais visto con qué buen juicio procedí, con qué tacto y previsión, y con qué disimulo puse manos a la obra! Nunca había sido tan amable con el viejo como durante la semana que precedió al asesinato.
Todas las noches, a eso de las doce, levantaba el picaporte de la puerta y la abría; pero ¡qué suavemente! Y cuando quedaba bastante espacio para pasar la cabeza, introducía una linterna sorda bien cerrada, para que no filtrase ninguna luz, y alargaba el cuello. ¡Oh! Os hubierais reído al ver con qué cuidado procedía. Movía lentamente la cabeza, muy poco a poco, para no perturbar el sueño del viejo, y necesitaba al menos una hora para adelantarla lo suficiente a fin de ver al hombre echado en su cama. ¡Ah! Un loco no hubiera sido tan prudente. Y cuando mi cabeza estaba dentro de la habitación, levantaba la linterna con sumo cuidado, ¡oh, con qué cuidado, con qué cuidado!No la abría más que lo suficiente para que un imperceptible rayo de luz iluminase el ojo de buitre. Y esto, durante siete largas noches hasta las doce; pero siempre encontré el ojo cerrado, y, por consiguiente, me fue imposible consumar mi obra, porque no era el viejo lo que me incomodaba, sino su Mal Ojo. Todos los días, al amanecer, entraba atrevidamente en su Llegada la octava noche, procedí con más precaución aún para abrir la puerta; la aguja del reloj se hubiera movido más rápidamente que mi mano. Mis facultades y mi sagacidad estaban más desarrolladas que nunca, y apenas podía reprimir la emoción de mi triunfo.cuarto y le hablaba con la mayor naturalidad, llamándole por su nombre con tono cariñoso, y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya veis, por lo dicho, que debía ser un viejo muy perspicaz para sospechar que todas las noches hasta las doce le examinaba durante su sueño.
¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta poco a poco, y que él no podía ni siquiera soñar en mis actos, ni menor imaginar mis pensamientos secretos! Esta idea me hizo reír; y tal vez el durmiente oyó mi ligera carcajada, pues se movió de pronto en su lecho como si se despertase. Tal vez creeréis que me retiré; nada de eso; su habitación estaba negra como la pez; tan espesas eran las tinieblas, pues mi hombre había cerrado herméticamente los postigos por temor a los ladrones; y sabiendo que no podía ver la puerta entornada, seguí empujándola más, siempre más.
Había pasado ya la cabeza y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi pulgar se deslizó sobre el muelle con que se cerraba, y el viejo se incorporó en su lecho exclamando:

-¿Quién anda ahí?

Permanecí inmóvil sin contestar; durante una hora me mantuve como petrificado, y en todo ese tiempo no le vi echarse de nuevo; seguía sentado y escuchando, como yo lo había hecho noches enteras.
Pero, de repente oigo una especie de queja débil, y reconozco que era debida a un terror mortal; no era de dolor ni de pena, ¡oh, no! Era el ruido sordo y ahogado que se eleva del fondo de un alma poseída de espanto.
Yo conocía bien este rumor, pues muchas noches, a las doce, cuando todos dormían, lo oí producirse en mi pecho, aumentando con su eco terrible el terror que me embargaba. Por eso comprendía bien lo que el viejo experimentaba, y le compadecía, aunque la risa entreabría mis labios. No se me ocultaba que se había mantenido despierto desde el primer ruido, cuando se revolvió en el lecho; sus temores se acrecentaron, y sin duda quiso persuadirse de que no había causa para ello; mas no pudo conseguirlo. Sin duda pensó: “Eso no será más que el viento de la chimenea, o un ratón que corre, o algún grillo que canta”. El hombre se esforzó para confirmarse en estas hipótesis, pero todo fue inútil; “era inútil” porque la Muerte, que se acercaba, había pasado delante de él con su negra sombra, envolviendo en ella a su víctima; y la influencia fúnebre de esa sombra invisible era la que le hacía sentir aunque no distinguiera ni viera nada, la presencia de mi cabeza en la habitación.
Después de esperar largo tiempo con mucha paciencia sin oírle echarse de nuevo, resolví entreabrir un poco la linterna; pero tan poco, tan poco, que casi no era nada; la abrí tan cautelosamente, que más no podía ser, hasta que al fin un solo rayo pálido, como un hilo de araña, saliendo de la abertura, se proyectó en el ojo de buitre.
Estaba abierto, muy abierto, y yo me enfurecí apenas le miré; lo vi con la mayor claridad, todo entero, con su color azul opaco, y cubierto de una especie de velo hediondo que heló mi sangre hasta la médula de los huesos; pero esto era lo único que veía de la cara o de la persona del anciano, pues había dirigido el rayo de luz, como por instinto, al maldito ojo.
¿No os he dicho ya que lo que tomabais por locura no es sino un refinamiento de los sentidos? En aquel momento, un ruido sordo, ahogado y frecuente, semejante al que produce un reloj envuelto en algodón, hirió mis oídos; “aquel rumor”, lo reconocí al punto, era el latido del corazón del anciano, y aumentó mi cólera, así como el redoble del tambor sobreexcita el valor del soldado.
Pero aún me contuve y permanecí inmóvil, sin respirar apenas, y esforzándome en iluminar el ojo con el rayo de luz. Al mismo tiempo, el corazón latía con mayor violencia, cada vez más precipitadamente y con más ruido.
El terror del anciano “debía” ser indecible, pues aquel latido se producía con redoblada fuerza cada minuto. ¿Me escucháis atentos? Ya os he dicho que yo era nervioso, y lo soy, en efecto. En medio del silencio de la noche, un silencio tan imponente como el de aquella antigua casa, aquel ruido extraño me produjo un terror indecible.
Por espacio de algunos minutos me contuve aún, permaneciendo tranquilo; pero el latido subía de punto a cada instante; hasta creí que el corazón iba a estallar, y de pronto me sobrecogió una nueva angustia: ¡algún vecino podría oír el rumor! Era llegada la última hora del viejo. Profiriendo un alarido, abrí bruscamente la linterna y me lancé en la habitación. El buen hombre solamente dejó escapar un grito: no más de uno. En un instante lo arrojé al suelo, echando sobre él todas las ropas de la cama; y entonces sonreí de contento al ver mi tarea tan adelantada; pero durante algunos minutos el corazón latió sordamente, aunque esta vez ya no me atormentaba, pues no se podía oír a través de la pared.
Al fin cesó la palpitación, porque el viejo había muerto; levanté las ropas y examiné el cadáver: estaba rígido, completamente rígido; apoyé mi mano sobre el corazón, y la tuve aplicada algunos minutos; no se oía ningún latido; el hombre había dejado de existir, y su ojo desde entonces ya no me atormentaría más.
Si persistís en tomarme por loco, esa creencia se desvanecerá cuando os diga qué sabias precauciones tomé para ocultar el cadáver. La noche avanzaba, y yo comencé a trabajar activamente, aunque en silencio; corté la cabeza, después los brazos, y por último las piernas.
En seguida arranqué tres tablas del suelo de la habitación, deposité los restos mutilados en los espacios huecos, y volví a colocar las tablas tan hábil y diestramente, que ningún ojo humano, ni aun el “suyo”, hubiera podido descubrir nada de particular. No era necesario lavar mancha alguna, gracias a la prudencia con que procedí.
Terminada la operación, a eso de las cuatro de la madrugada, aun estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj dio las horas, llamaron a la puerta de la calle, y yo bajé con la mayor calma para abrir, pues ¿qué podía temer “ya”? Tres hombres entraron anunciándose cortésmente como oficiales de policía; un vecino había oído un grito durante la noche; esto bastó para despertar sospechas, se envió un aviso a las oficinas de policía, y los señores oficiales se presentaron para reconocer el local.
Yo sonreía, porque nada debía temer, y recibiendo cortésmente a aquellos caballeros, les dije que yo era quien había gritado en medio de mi sueño; añadí que el viejo estaba de viaje, y conduje a los oficiales por toda la casa, invitándoles a buscar, a registrar perfectamente. Al fin entré en “su” habitación y mostré sus tesoros, completamente seguros y en el mejor orden. En el entusiasmo de mi confianza ofrecí sillas a los visitantes para que descansaran un poco; mientras que yo, con la loca audacia de un triunfo completo, coloqué la mía en el sitio mismo donde yacía el cadáver de la víctima.
Los oficiales quedaron satisfechos y convencidos por mis modales; yo estaba muy tranquilo; se sentaron y hablaron de cosas familiares, a las que contesté alegremente; mas al poco tiempo me di cuenta de que yo palidecía y ansié la marcha de aquellos hombres. Me dolía la cabeza; me parecía que los oídos me zumbaban; pero los oficiales continuaban sentados, hablando sin cesar. El zumbido se pronunció más, persistiendo con mayor fuerza; me puse a charlar sin tregua para librarme de aquella sensación, pero todo fue inútil, y al fin descubrí que el rumor no se producía en mis oídos.
Sin duda palidecí entonces mucho, pero hablaba con más viveza todavía, alzando la voz, lo cual no impedía que el sonido fuera en aumento. ¿Qué podía hacer yo? Era “un rumor sordo, ahogado, frecuente, muy análogo al que produciría un reloj envuelto en algodón”. Respiré fatigosamente; los oficiales no oían aún. Entonces hablé más aprisa, con mayor vehemencia; pero el ruido aumentaba sin cesar.
Me levanté al punto y comencé a discutir sobre varias nimiedades, en un diapasón muy alto y gesticulando vivamente; mas el ruido acrecía. ¿Por qué no querían irse aquellos hombres? Aparentando que me exasperaban sus observaciones, di varias vueltas de un lado a otro de la habitación; mas el rumor iba en aumento. ¡Dios mío! ¿Qué podría hacer? La cólera me cegaba; comencé a renegar; agité la silla donde me había sentado, haciéndola rechinar sobre el suelo; pero el ruido dominaba siempre de una manera muy marcada… Y los oficiales seguían hablando, bromeando y sonreían. ¿Sería posible que no oyesen? ¡Dios todopoderoso! ¡No, no! ¡Oían! ¡Sospechaban; lo “sabían” todo; se divertían con mi espanto! Lo creí y lo creo aún. Cualquiera cosa era preferible a semejante burla; no podía soportar más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. ¡Comprendí que era preciso gritar o morir! Y cada vez más alto, ¿lo oís? Cada vez más alto, “¡siempre más alto!”
-¡Miserables! -exclamé-. No disimuléis más tiempo; confieso el crimen. ¡Arrancad esas tablas; ahí está, ahí está! ¡Es el latido de su espantoso corazón!
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